LA LUCHA POR LA SOBREVIVENCIA DEL HOMBRE PREHISTÓRICO

En un millón de años, el hombre pasó de animal a Homo Sapiens, dominando el medio y a los demás pobladores de la tierra, pero sus triunfos mayores fueron la rueda y la escritura.

Durante incontables millones de años la gigantesca esfera que hoy llamamos Tierra giró en el vacío, tu superficie cubierta de aguas y rocas. Edades sin cuento hubieron de pasar antes de que apareciese la primera célula viva, el primer pez, el ave, el insecto, los mamíferos. Entre monstruosos cataclismos nacían volcanes y se hundían mares y lagos, se elevaban cadenas montañosas y se abrían paso los ríos, rugían las tempestades y ardía el inmutable sol. El planeta giraba y rondaba al gran astro llameante, y en su superficie tomaba forma un mundo rico en especies animales y vegetales, jugosas frondas verdes y grandes saurios hambrientos, bosques espesos e inmensas llanuras desiertas.

Después vinieron los hielos. Una y otra vez los glaciares avanzaron y retrocedieron, empujando hacia el cinturón ecuatorial la verde línea de vegetación, ligando con inmensas tundras y estepas la esbelta franja arbolada y los interminables páramos de hielo polar. Durante incontables siglos pareció que todo signo de vida moriría bajo los hielos que avanzaban implacablemente. Pero llegó un día en que los glaciares detuvieron su marcha, y nuevos milenios transcurrieron, mientras una vez más se cubría de verdor la zona temporada del globo. Y durante esa primera pausa, ese primer respiro entre la primera y la segunda invasión de los glaciares, apareció sobre la superficie de la Tierra un ser que caminaba erecto, sobre sus extremidades traseras, equilibrando apenas el tosco cuerpo velludo y la gran cabezota de mono: el Australopiteco, primer indicio de una nueva raza que dominaría la Tierra.

Desde entonces ha transcurrido un millón de años. Pero fue esa criatura tan lejana en el tiempo, ese Australopiteco a quien los hombres de ciencia no saben si definir aún como mono o ya como hombre, el que aprendió a matar a sus enemigos, los babuinos, no mediante su fuerza muscular o sus garras, sino empleando un instrumento: una piedra astillada. ¿La encontró en algún claro de la selva, o la "construyó" golpeándola con otro objeto para darle la forma requerida? No importa: el Australopiteco fue el primero de todos los seres aparecidos sobre el planeta quien, moviéndose en un universo de cosas desconocidas, vio ese objeto y decidió valerse de él para aumentar la fuerza o el alcance de su brazo. Había inventado la primera arma.

Desde ese remoto instante se inició la cadena que hoy ha permitido al hombre explorar los continentes, los mares y el espacio interplanetario; transformar la distancia y someter el tiempo; crear ciudades y navíos, aviones y armas atómicas, máquinas y herramientas, vehículos y obras de arte. La larga cadena de inventos y descubrimientos, mediante los cuales el ser humano ha plasmado para sí un mundo que se transforma vertiginosamente, se estira desde esa piedra astillada cogida por el Australopiteco hasta las últimas novedades tecnológicas de hoy.

EL HOMBRE INVENTOR

Entre todos los animales, el hombre es el único capaz de inventar, es decir, de modificar el orden de la naturaleza mediante el empleo de instrumentos. Es verdad que los castores y las golondrinas construyen sus habitaciones con materias extrañas, que las abejas y las hormigas crean verdaderas ciudades y el gusano de seda o la araría "inventaron" la fibra textil: pero su manera de hacerlo no ha cambiado desde que aparecieron en el escenario del mundo. El hombre, en cambio, empuñó una piedra para defenderse de un animal salvaje; luego buscó mejorar ese instrumento primitivo, y terminó construyendo herramientas que le servirían para fabricar nuevas herramientas.

Además, no sólo ha inventado objetos; también ha descubierto las propiedades de los fenómenos naturales, las leyes que los rigen y los factores que los alteran. Pero ambas cosas, los inventos y los descubrimientos, le sirvieron en primer término para dar mayor potencia a su propio cuerpo, a sus manos, brazos, piernas y pies, ojos y oídos. Para golpear mejor, mazas y martillos; para coger mejor, tenazas y pinzas; para recoger mejor, redes y recipientes; para rascar mejor, raspadores, peines y rastrillos, para lanzar más lejos un proyectil, lanzas, hondas y arcos; para alargar el brazo, el hacha y la hoz; para trasladarse allí donde sus pies no pueden llevarle, la barca y el carro...

La historia de los inventos no es más que la historia del hombre y sus relaciones con la naturaleza, con todo el mundo que le rodea. Un mundo hostil al que hubo que domeñar ya en esos inimaginablemente lejanos albores de la prehistoria, en ese amanecer del espíritu humano, simbolizado en el guijarro trizado, aferrado por la mano oscura y de un ente a quien le faltaban aún incontables milenios para llegar a ser, en toda la extensión de la palabra, un ejemplar de esa especie zoológica definida por Linneo como Homo Sapiens.

LOS GENIOS OLVIDADOS

La historia, tal como la conocemos, data de menos de seis mil años atrás. Fue sólo a mediados del cuarto milenio antes de Cristo, que los anónimos habitantes de Sumer aprendieron a marcar, con ayuda de una cuña, una superficie húmeda para grabar una serie de signos permanentes, los que transmitirían su pensamiento a las generaciones futuras. Allí, entre los sumerios que habitaban el fértil valle que se extiende a los pies de las montañas curdas, entre los ríos Tigris y Eufrates, nació la escritura y con ella la historia.

Casi simultáneamente, algún anónimo genio súmero descubrió que era más fácil arrastrar una carga si bajo la plataforma que la sostenía se colocaban dos discos de madera unidos con un eje, la rueda, al igual que la escritura saltó como una chispa del genio humano y ambos inventos marcaron la frontera entre la larguísima preparatoria y la acelerada marcha de la civilización actual.

Fue ese largo período que desembocó en el doble descubrimiento, ese interminable amanecer de la inteligencia humana que se prolongó hasta el año 3500 antes de Cristo, el que constituyó la prehistoria. Poco sabemos de quienes habitaron la Tierra durante esos mil milenios: pero podemos estar seguros de que hubo entre ellos genios comparables a Arquímedes y Leonardo da Vinci, Newton y Einstein. Fue durante ese millón de años ignorados que vivieron los anónimos inventores de las primeras armas, viviendas, herramientas agrícolas, vasijas y embarcaciones: los que aprendieron a cocinar el alimento, fabricar trajes de piel, arar la tierra y pintar hermosas imágenes en las paredes de las cuevas de roca.

Después del Australopiteco, el conocimiento del hombre se abre en un largo paréntesis que abarca cerca de medio millón de años. Alrededor del año 500.000 antes de Cristo aparecen el Pitecántropo, primer ser vivo considerado verdaderamente humano, y el llamado "Hombre de Java". Conoce el fuego, pero aún no lo usa para endurecer la madera ni para cocinar los alimentos; se guarece bajo rocas salientes o en el interior de cavernas naturales y se sirve de piedras astilladas como único instrumento de caza o defensa.

Las excavaciones demuestran que después de la aparición del Pitecántropo, un nuevo descenso de los glaciares apagó toda vida en extensas, regiones que antes fueron habitadas. Debieron transcurrir nuevos milenios antes de que una vez más retrocediesen los hielos y un nuevo período de clima cálido hiciera aparecer nuevas especies animales, como el rinoceronte, el hipopótamo y el antepasado de nuestro actual elefante. En esta segunda época interglaciar que se extiende aproximadamente entre los años 450.000 y 250.000 antes de Cristo, aparecen el Hombre de Heidelberg llamado así, porque parte de un esqueleto fósil de este tipo humano fue hallado en 1907 en la localidad de Mauer, cerca de la ciudad alemana de Heidelberg y el Sinántropo u Hombre de Pekín, cuyos restos fueron encontrados en un gran depósito fósil cerca de la capital china, entre los años 1927 y 1943.

El Sinántropo poseía gran abundancia de herramientas y se cree que fue caníbal: gran cantidad de los cráneos encontrados han sido rotos violentamente y los huesos largos, partidos como si antes de ser inhumados alguien hubiese tratado de extraer la médula y los tejidos cerebrales.

Tanto el Sinántropo como el Hombre de Heidelberg habían inventado las raederas o raspadores de piedra, simples trozos de roca de borde afilado con que raspaban las pieles de animales que les servían para cubrirse. Se alimentaban de la caza y de la pesca, empleando herramientas en extremo rudimentarias y toscas trampas; se cree que ya habían aprendido a producir artificialmente el fuego, golpeando trozos de sílice o pirita. Esta habilidad, que indica cierto grado de civilización, no es, como podría pensarse común a todos los pueblos, ni siquiera hoy.

Cuando el antropólogo A. R. Radcliffe-Brown investigó la cultura de los aborígenes de las islas Andaman, en 1908, descubrió que no sabían hacer fuego; conservaban durante largos períodos trozos de madera encendidos y traspasaban la llama de un tronco a otro, sin permitir que se extinguiera. En cuanto a los pigmeos que habitan las márgenes del río Epilu, en el Africa Central, no saben hacer fuego basta el día de hoy: lo "compraban" forma de teas encendidas, a mercaderes congoleses que visitan sus remotas aldeas.

El Sinántropo que vivió trescientos mil años o más antes de Cristo conocía, entonces, inventos que ignoran algunos salvajes primitivos de nuestros propios días. Quienquiera fuese el genio anónimo que previera las ventajas que daría al hombre el dominio del fuego, es innegable que su brillante intuición le sitúa a la altura de todos los grandes inventores que vinieron después. Entretanto, los habitantes de Europa habían alcanzado un nivel de desarrollo conocido como "período chelense", el que se caracteriza por el uso de la clásica piedra, amigdaloide o en forma de almendra; un trozo de sílice ovalado, astillado por ambos costados para darle filo y terminado en una tosca punta, que servía de hacha, cuchillo, raspador y punzón. Entre los años 250.000 y 150.000 antes de Cristo, el tercer período glaciar volverá a cubrir de hielo gran parte del mundo conocido, para ser seguido por un nuevo florecimiento de la civilización durante una larga época de clima temperado y veranos calurosos: el tercer período interglaciar, cuando aparece el Hombre de Neanderthal.

EL INTELIGENTE HOMBRE DE NEANDERTHAL

El tipo humano llamado Neanderthal se distingue en primer término por su gran capacidad craneana, que permite presuponer un avanzado desarrollo cerebral: aproximadamente 1.450 centímetros cúbicos, comparados con los 1.350 del hombre moderno. No es de extrañarse que entre los miembros de esta estirpe humana surgieran los desconocidos inventores que hicieron dar un gran paso adelante a la todavía vacilante civilización prehistórica.

El Hombre de Neanderthal aprende, en primer lugar, a introducir sus filudas piedras amigdaloides en mangos de madera endurecida, creando así una valiosa herramienta: el hacha. También fabrica afiladas puntas de piedra y las amarra a largos caños de madera endurecida, obteniendo así la lanza que le permitirá cazar animales de cada vez mayor tamaño. Ha aprendido a usar el fuego no sólo para defenderse del frío, sino para cocinar sus alimentos. Cuando sobreviene el cuarto período glacial durante el lapso de cien mil años que separa la cultura musteriense (del Hombre de Neanderthal) de la auriñaciense aprenderá a refugiarse en profundas cavernas de roca y a confeccionar gruesas indumentarias de piel con hebillas de hueso. Su sucesor será el Hombre de Cromagnon, llamado también "el Apolo de la Prehistoria": una raza humana cuyos ejemplares alcanzaban una estatura medía de 1,75 metro, caminaban muy erguidos, poseían una capacidad craneana de 1.660 centímetros cúbicos y fabricaban los bellísimos implementos de hueso característicos de la cultura auriñaciense (de Aurignac, localidad francesa donde se encontraron los primeros fósiles de este tipo). EL Hombre de Cromagnon es, sin duda alguna, un hombre moderno, un verdadero Homo Sapiens. Durante el florecimiento de su cultura, la paleolítica superior, la población se multiplica y surgen las primeras viviendas subterráneas: nacen las cocinas que emplean carbón a leña, los primeros recipientes, conchillas de animales marinos, cráneos, piedras huecas, la aguja de hueso y el taladro.

El hombre de este período, que se extiende entre los años 60.000 y 10.000 antes de Cristo, es un artista: fabrica buriles de hueso para grabar en madera, hueso o piedra, esculpe pequeñas estatuas y figuras, adorna con dibujos y colores las paredes de sus habitaciones y el rostro de sus muertos. Ya el Hombre de Neanderthal había aprendido a sepultar a sus cadáveres con cierto ceremonial, lo que permite adivinar la existencia de algún tipo de religión primitiva; ahora, el hombre crea las primeras grutas-santuarios y celebra en ellas ritos mágicos que han de proporcionarle fecundidad y éxito en la caza. Hacia el fin de este período, aproximadamente en 15.000 antes de Cristo, las anónimas manos de un gran artista pintan los célebres bisontes policromos en las oscuras profundidades de las cuevas de Altamira y de Lascaux.

Ya no basta el humeante fuego a la entrada de la caverna: el hombre busca horadar la oscuridad de la noche, y fabrica las primeras lámparas, primitivos candiles de piedra, en las que quema trozos de sebo animal. Un trozo de sílice dentada hace de sierra; otro más arqueado le servirá de arpón. Con un trozo de roca machacará los pigmentos minerales en un tosco mortero; más tarde, el mismo principio le servirá para moler los granos, pero para que eso ocurra, para que la agricultura reemplace a la caza y a la pesca como fuente de alimento, faltan aún varios milenios.

Alrededor del año 8.000 antes de Cristo, el período paleolítico cederá a la cultura mesolítica, verdadera etapa de transición hacia las últimas edades prehistóricas. El clima templado termina de dar a la superficie del globo el aspecto que tiene actualmente; los hielos polares se han retirado por cuarta y última vez a partir del año 50.000 antes de Cristo. Paulatinamente desaparece la amenaza de nuevas invasiones de glaciares, y el Homo Sapiens se convierte en amo del planeta.

EL AMANECER DE LA CIVILIZACION

Aproximadamente 12.000 años atrás, el hombre domesticó por primera vez a un animal salvaje:el perro, quien sería su fiel compañero hasta nuestros días. Al comienzo el perro era, en primer término, un eficaz ayudante en la actividad primordial que alimentaba al ser humano: la caza. Al mismo tiempo, los milenios transcurrían acelerando cada vez más el progreso del hombre y aguzando su inventiva: el arco y la flecha con punta de piedra, así como las boleadoras le convertirán en un cazador cada vez más eficiente, mientras la canoa y el anzuelo de madera, al igual que las redes tejidas de fibras vegetales, le darán acceso a la fauna que puebla los ríos y lagos. En las regiones nevadas, el trineo ayuda a transportar todos los bienes de la tribu nómade: bienes que son mínimos y han de ser siempre livianos, porque la familia que vive de la caza ha de recorrer constantemente grandes extensiones, buscando nuevas presas. Las viviendas son transportables: carpas, ligeras construcciones desarmables le ramas o pieles que se erigen a nivel del suelo. Mientras el hombre sale a cazar, la mujer recoge semillas, frutos y raíces silvestres. Será ella quien, durante esas actividades de recolección, observará la relación entre la semilla y la germinación de la nueva planta, y creará la agricultura; y con ella, la vida sedentaria, la sociedad estable, la civilización del futuro.

Los primeros agricultores aparecen en el período que media entre los años 5.000 y 3.000 antes de Cristo. El trigo se siega con hoces de sílice pulida, se trilla y tritura; más tarde surgirá el arado, apenas un bastón curvo empujado y arrastrado por varios individuos para romper los duros terrones de tierra virgen, cuya forma esencial no cambiará durante milenios. El período Neolítico trae el invento de la piedra pulida: simultáneamente aparecen las primeras aldeas, y los hombres comienzan a construir palafitos o viviendas definitivas. La artesanía progresa a pasos agigantados: la greda da nacimiento al arte de la alfarería, las fibras textiles cosechadas en los nuevos sembrados se hilan y tejen, se trenzan cuerdas, se domestican los primeros animales, y la agricultura conduce al hombre al culto de la fértil Madre Tierra y, con ello, a una estructura matriarcal de la sociedad. Aparecen las primeras piedras preciosas y joyas, aunque ya varios siglos atrás se conocían los alfileres para los cabellos, y alrededor del año 3000 antes de Cristo el hombre comienza a trabajar los metales: primero el cobre, el oro y la plata, para seguir con el bronce y el hierro.

Termina la larga y prehistórica Edad de Piedra, para dar paso a la Edad de los Metales: comienza la historia.

LAS GRANDES VARIANTES

Dentro de este esquema general, es necesario recordar que algunos términos como "Edad de Piedra", "Mesolítico", "Neolítico", '"Edad de Bronce", etc., no tienen un significado cronológico preciso: se refieren a diferentes etapas de la civilización humana, que surgieron más temprano en algunas regiones y más tarde en otras. A partir del año 10.000 antes de Cristo, el progreso varió profundamente en las diferentes regiones de la Tierra, y por eso es imposible fijar el comienzo de la Edad de los Metales en tal o cual fecha, ya que no sobrevino de golpe en todo el mundo habitado.

Es así como la Edad de Hierro se inicia en Asia Menor alrededor del año 1.200 a.C.; en Italia, en el año 1.000 a.C.; en China, en 700 a.C.; en Japón, en el siglo II de nuestra era; en las islas Fiji, en el año 1872, hace menos de un siglo.

Ello explica por qué se suele fijar el comienzo del Neolítico y la aparición de la agricultura en el año 5.000 a.C., pese a que ya 20 siglos antes un pueblo agrícola vivía en forma sedentaria en las cavernas del Monte Carmelo, en Wadi-el-Natuf, en Palestina. Dos milenios antes de tiempo, por decirlo así, los habitantes de las cavernas de Natuf usaban hoces de sílice pulida con mango de hueso, habían domesticado al perro y utilizaban recipientes y morteros de piedra.

Por otra parte, los arqueólogos descubrieron no hace mucho una aldea en Jarmo, en las vertientes meridionales de los montes de Kurdistán, en Irak. Quince siglos antes de la fecha aceptada generalmente como el comienzo de la domesticación de otros animales fuera del perro, los habitantes de Jarmo vivían en una aldea de chozas de barro, poseían cabras, cerdos y ovejas domesticados y cercaban sus tierras: por otra parte, sus instrumentos eran de piedra tosca y no pulida, correspondiendo así a una cultura anterior al Neolítico.

Pero tal vez el descubrimiento más asombroso, y el mejor destinado a hacernos comprender que dentro del devenir histórico siempre surgieron islas de civilización que se adelantaron a su época, fue el que realizaron los arqueólogos en 1956, al descubrir a los pies de la antigua y bellísima ciudad de Jericó una completa ciudad con casas de piedra, calles empedradas, habitaciones alhajadas con muebles de madera y lujosos santuarios, que data del año 9.000 antes de Cristo. Los 2.000 habitantes de esa antiquísima urbe se habían anticipado en varios milenios al nivel cultural de su tiempo, pero ignoraban la alfarería, típica de los comienzos del Neolítico. Sin embargo, poseían una religión compleja, en la cual se adoraban cráneos humanos, y realizaban intercambio comercial con otros pueblos que han desaparecido sin dejar huella: entre las ruinas se encontraron turquesas, conchas marinas y piedras labradas correspondientes a zonas lejanas, donde hace 11.000 años tienen que haber existido focos de civilización de los cuales no tenemos ninguna noticia.

LOS ALBORES DE LA HISTORIA

La cultura Neolítica con todas su características, agricultura, domesticación de animales, alfarería, uso de textiles, llegó al valle del Nilo hace cosa de 60 siglos. Una vasija del año 4.400 antes de Cristo nos muestra un telar idéntico al que se usó hasta la invención de telares automáticos en el siglo XIX; las fibras de lino, la lana de los rebaños de ovejas se transformaba en telas que eran teñidas y estampadas.

Con otras fibras se fabricaban redes, canastos, bolsas. Los rebaños eran a menudo objeto de asalto: por consiguiente, fue necesario perfeccionar las armas y dedicarlas no a cazar animales, sino a defender la propiedad amenazada. A veces, el ladrón no era muerto, sino capturado:pagaba su delito entregando su vida y sus fuerzas al servicio del ofendido. Junto a la propiedad privada nacía la esclavitud.

Plantar y cosechar, antes tarea de mujeres, se convirtió en labor varonil: ahora la tierra proporcionaba alimento y riquezas. La irregularidad del tiempo hizo que espíritus prudentes planearan guardar los excedentes de un año de buenas cosechas, para prevenir una sequía o una inundación: nacieron los graneros. Las periódicas salidas de agua del Nilo que cubrían sus márgenes de un limo fertilizante comenzaron a ser observadas y contabilizadas: apareció el calendario, y con él la división del tiempo en años y meses y las primeras observaciones astronómicas.

Mientras los valles del Nilo y de la Mesopotamia servían de escenario de un acelerado desarrollo que pronto conduciría a la invención de la escritura, numerosos pueblos dispersos en los cinco continentes continuaban llevando una vida similar a la que llevaran sus antepasados durante los incontables milenios paleolíticos: sociedades nómades en que el hombre cazaba y la mujer recogía frutos silvestres. Hasta hoy, hay sociedades que se encuentran en esa etapa de la evolución: los esquimales, los aborígenes australianos, los pigmeos del Africa Central, los habitantes de las islas Andamán, los onas de Tierra del Fuego. Estos últimos, que habitan los canales de la Patagonia austral desde 9.000 a.C., ni siquiera usan vasijas para cocinar: asan su alimento sobre un fuego abierto, como lo hiciera el Hombre de Neanderthal hace casi cien mil años.

Pero mientras el progreso se detiene en algunos rincones del globo, en otros se anticipa. Sumeria, la vieja capital del fértil valle iraquí, vive en 3.500 a.C. una verdadera revolución, de la cual nadie, ni sus propios habitantes, se percata. Un desconocido peón discurre colocar una rueda bajo la carga que arrastra mediante cables de fibra vegetal: el roce desaparece, y se ha inventado una de las bases de la civilización moderna.

Pero nadie parece captar la importancia de la rueda; sólo será conocida fuera de Mesopotamia, en la tierra de los faraones, veinte siglos más tarde, alrededor del año 1.650 a.C. La escritura cuneiforme, sin embargo, inventada en el mismo período, es rápidamente imitada y los sacerdotes del valle del Nilo inventan los jeroglíficos. El hombre registra sus pensamientos, sus ideas, su historia, en trozos de piedras indestructibles: después de un millón de años de oscuridad viene la luz.

Edición y textos de Patricio Barros publicado en "Historia de los Inventos n. 12", pp. 1-6.  Digitación, adaptación y ilustración de Leopoldo Costa.

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