ESCASEZ DE ALIMENTOS



Ante las actuales amenazas a las fuentes de alimentación del mundo, ¿cómo enfrentaremos el hambre en el futuro?

Para alimentar a la población mundial se depende de un pequeño grupo de cultivos. El riesgo de perderlos nos obliga a pensar en alternativas que eviten el peor escenario.

Podría convertirse en la peor pesadilla de la humanidad. Cuando en 1999 esta plaga fue descubierta en campos de trigo de Uganda y Kenia, la alerta roja se activó en el mundo entero. Es tal el nivel de devastación que la roya negra (Puccinia graminis tritici) provoca, que existe la posibilidad de que un pariente de ella fuera la terrible peste que según los textos bíblicos azotó al mundo en la Antigüedad. Incluso los romanos crearon una deidad en su honor: Robigalia, dios –o diosa– de la roya del trigo, a la que ofrecían animales en sacrificio para evitar que dejara caer su furia sobre las cosechas. “Esta cosa tiene un inmenso potencial de destrucción social y humano”, llegó a decir sobre ella Norman E. Borlaug, el afamado padre de la Revolución Verde.

Las esporas de la roya negra, en especial de su variante Ug99 (Uganda 1999), se esparcen vía aérea dejando a su paso un rastro de tallos atestados de ampollas. En cuestión de meses este nocivo hongo podría acabar con la plantación de todo un continente.

Fue en los años 60 del siglo pasado que tras muchos intentos los científicos lograron, mediante mejoramiento genético, crear variedades de trigo resistentes a la enfermedad. Ello evitó que la plaga causara estragos durante 50 años, pero luego de ese ‘periodo de gracia’ reapareció. La que enfrentamos ahora, Ug99, es una versión del hongo más fuerte y resistente que nunca.

Éste, a diferencia de las antiguas cepas, ataca directamente a los genes de resistencia que debían mantenerlo a raya. Ante la emergencia los gobiernos midieron la vulnerabilidad de sus cultivos; el resultado fue estremecedor: las variedades de trigo modificadas para soportar sus embates habían perdido efectividad. Peor aún. La mayoría eran débiles a la roya negra. Aunque Ug99 es actualmente controlado con el uso de variedades modificadas piloto, los campos de la docena de países afectados en África y Medio Oriente que de vez en vez se cubren de pústulas bermellón son un recordatorio constante de la fragilidad de nuestro sistema alimentario, el cual puede tambalearse fácilmente con la aparición de un patógeno. Más si se trata de uno que se ensañe con un cultivo como el trigo. Este cereal, en conjunto con el arroz y el maíz, provee 60% de las calorías y proteínas que consume la población total del planeta. Sin miedo a exagerar, si un mal como la roya negra se saliera de control afectando globalmente a cualquiera de estos tres alimentos, las consecuencias para la humanidad serían devastadoras.

Peligrosa receta

Un investigador lo dijo una vez: “Cuando se habla de cultivos principales, cualquier gripe puede convertirse en neumonía”. La crisis alimentaria ocurrida entre 2006 y 2008 da una triste muestra de la puntualidad de la frase. El aumento en el costo de algunos granos básicos desencadenó una alarmante alza generalizada en el precio de los alimentos. El maíz llegó a valer 70% más; el arroz, la soya y el trigo duplicaron sus costos. En buena parte del mundo la comida sobrepasó en 50% el precio promedio que tenía en 2004. A pesar del esfuerzo de los gobiernos y del mercado mundial, la crisis impactó rincipalmente a la población con menor poder adquisitivo. De acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), a raíz de esto el hambre en el mundo afectó a más de mil millones de personas en 2009, el nivel más alto en la historia reciente.

El ‘episodio’ –si se le puede llamar así– evidenció las profundas fallas en los mercados mundiales de los productos básicos y lo fácil que resulta provocar una hambruna. Esto se vuelve especialmente preocupante de cara a 2050, fecha que se ha convertido en una especie de deadline del planeta. Para entonces se estima que la población mundial habrá llegado a 9,731 millones de personas, 2,300 millones más de las que somos ahora. En tanto, el cambio climático y el aumento de las temperaturas mundiales se prevé tendrán efectos negativos sobre la productividad agrícola, particularmente en los trópicos. Evitar la crisis alimentaria que estos incrementos de población y temperaturas muy posiblemente acarrearán, requiere generar más alimentos, 70% más, pero con la condición de no engrosar nuestra huella ecológica. Esta meta de por sí ambiciosa se vuelve casi imposible si consideramos que, a pesar de contar con una diversidad de más de 30,000 especies vegetales con propiedades nutritivas, sólo aprovechamos 30 tipos diferentes de cultivos para alimentar a toda la población del planeta. Por otra parte, sólo 15 tipos de mamíferos y aves representan más del 90% de la producción ganadera. Con cambios extremos en el clima que cada día se hacen más evidentes y plagas como Ug99 – que por cierto sólo es la tercera más dañina del mundo – parece poco sensato confiar nuestra seguridad alimentaria actual y futura en tan limitada diversidad.

Recuento de daños

Imaginémonos en un supermercado cualquiera. En el pasillo de frutas y verduras se exhiben algunas decenas de especies: manzanas, betabeles, papas, lechugas, naranjas… En casos como la manzana es posible que haya más de un tipo: roja, verde o amarilla. Casi con seguridad estas tres variantes se pueden hallar en la mayoría de los supermercados del mundo. No es que sean las únicas que existen. En realidad hay más de 7,500 variedades de manzanas que se diferencian unas de otras por su sabor, textura, tamaño o color; sin embargo, a pesar de sus diferencias todas provienen de un ancestro común (actualmente se identifica a la especie Malus sieversii) que hace millones de años fue domesticado por el ser humano en algún lugar de Asia. Para crear estos frutos diversos los agricultores seleccionaron las características que les eran más útiles y las reprodujeron a través de cruzas. El resto de especies agroalimentarias (las plantas y animales que se utilizan en la alimentación) de las que hoy disponemos, fueron creadas también por un proceso similar. La mala noticia es que, a decir de la FAO, actualmente alrededor de 75% de toda esa variedad vegetal se ha perdido. Y 20% de las diferentes especies de animales de granja que existían en 2006 estaban en riesgo de desaparecer, según datos de la organización The Livestock Conservancy, encargada de conservar las razas de recursos ganaderos en Estados Unidos.

En realidad se desconoce a ciencia cierta cuánta agrobiodiversidad se ha extinguido, no obstante se cree que durante el siglo pasado hubo un aceleramiento de este fenómeno. Cifras de la Fundación Internacional para la Mejoría Rural (RAFI, por sus siglas en inglés) muestran cómo a comienzos del siglo XX tan sólo en Estados Unidos se comercializaban unas 288 variedades de betabel, más de 500 tipos de col, 307 de maíz dulce, 408 de jitomate y 497 de lechuga. Para la década de 1980 esta diversidad se había reducido de manera considerable. En el caso de la col, apenas se seguían utilizando para uso comercial unos 28 tipos. Mientras que, de las más de 300 variedades de maíz que había, la lista se redujo a sólo 12 y 79 tipos de jitomate. En 80 años cerca de 93% de los productos que había dejó de ser cultivados.

¿Qué nos llevó a perder toda esta diversidad? “En general, la diversidad genética de los cultivos tiende a desaparecer debido a su homogeneización (por ejemplo, la mayor parte del plátano cultivado en el mundo corresponde a un solo tipo, el Cavendish) y a la falta de conservación”, explica Nora Castañeda Álvarez, del Centro Internacional de Agricultura Tropical (CIAT), con sede en Colombia. Restringir las especies y variedades utilizadas en la industria alimentaria facilitó la estandarización de los procesos de producción, lo que representó una disminución en los costos.

Sin embargo, la uniformización en la producción y el consumo (los clientes prefieren productos uniformes) ha provocado que el número de las variedades comerciales de especies que se cultivan haya disminuido a sólo unas pocas.

En 2014 Colin Khoury, otro investigador del CIAT, alertó sobre este problema, el cual se ha visto exacerbado por la globalización y los tratados de libre comercio: “En todo el mundo los suministros de alimentos se hicieron más similares en su composición”. El detalle es que aunque localmente pareciera que hay mayor riqueza en especies, a nivel global nuestra despensa se ha vuelto mucho más pobre de lo que era.

A decir de Khoury esto se debe también a que los cultivos y productos nativos están siendo desplazados por ‘cultivos mundiales’ que se producen en muchas regiones de manera intensiva. Esto, señala el investigador, es considerado una amenaza para la seguridad alimentaria por la erosión de la diversidad genética.

Un ejemplo es la soya, originaria de Asia, cuya utilización ha aumentado en las últimas décadas; o el aceite de palma, el cual se encuentra en más de la mitad de los productos que consumimos. En 2015 se anunció que países como Perú han comenzado a invadir la selva amazónica para plantar aceite de palma. También cultivos como la papa habían disminuido para destinar las tierras a esta pujante industria. “Las papas [nativas] ya no tienen demanda porque todo está determinado por el mercado [mundial] y el mercado empuja hacia una producción masiva”, explicó a un medio local Nicolai Stakeef, vocero de Slow Food en el país andino, un movimiento que se opone a la homogeneización de los alimentos. Debido a ello los agricultores, que durante siglos fueron los generadores y custodios de la agrobiodiversidad, ahora prefieren plantar productos o críar razas animales más rentables dejando de lado sus cultivos y castas ganaderas tradicionales. Los procesos migratorios del campo a las ciudades también contribuyen en la pérdida de estas importantes variedades locales. Como señala Eduardo Benítez, representante adjunto en México de la FAO: “Aquellos productos que no se consumen pasan desapercibidos, luego, pues, su desaparición es un riesgo latente. Lo que no se consume, no se cuida, y por tanto no se conserva”.

Los factores ambientales son otra razón de extinción de biodiversidad, señala Nora Castañeda. “En el caso particular de los parientes silvestres (como fuente de diversidad genética de cultivos), las amenazas en sus hábitats naturales, los cambios en el uso de la tierra (como la ampliación de la frontera agrícola, la expansión urbana y la deforestación), los afecta gravemente, poniéndolos en riesgo de desaparecer.”



Tesoro escondido

Es época de cosecha en Iowa, Estados Unidos. Las extensas áreas doradas que hasta hace poco cubrían el terreno comienzan a ser segadas. Cada año en la “tierra de la pradera ondulante” se cultivan más de 186,000 hectáreas de trigo con una de las productividades más altas del mundo. El secreto es el empleo de cultivos de alto rendimiento, es decir, enormes sembradíos con pocas variedades que, con la ayuda de químicos y fertilizantes, evitan las pérdidas. A pesar de que sus resultados son espectaculares, también es la receta perfecta para el desastre.

“Cuando tienes estas grandes extensiones con variedades genéticas muy similares y hay presencia de plagas u hongos, los daños son muchísimo mayores”, indica Caroline Burgeff, asesora en Bioseguridad y Recursos Genéticos de la Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad (Conabio). “Generalmente dichos cultivos presentan la misma susceptibilidad a una enfermedad dada.” La historia nos ha dado varios ejemplos de las abrumadoras consecuencias de esta carencia de heterogeneidad.

La papa (Solanum tuberosum), al igual que el plátano, son especies que se reproducen de manera vegetativa o clonal. “Es decir, en términos genéticos, tienes una población idéntica”, dice Burgeff, quien es doctora por la Universidad Nacional Autónoma de México. Cuando a mediados del siglo XIX el tizón tardío, una enfermedad de la papa provocada por el hongo Phytophthora infestans, se dispersó por Irlanda, encontró miles de campos con plantas genéticamente iguales, las cuales eran especialmente susceptibles a su ataque. Este error tuvo consecuencias desastrosas: entre 1845 y 1851 el hongo devastó todos los cultivos del tubérculo –el principal sustento de los irlandeses– provocando una severa hambruna que mató a más de un millón de personas.

“La manera que encontraron para mitigar los efectos de P.infestans fue que muy lejos de Irlanda, en la zona del valle de Toluca, en México, se halló un pariente silvestre de la papa, Solanum demissum, el cual era resistente a esta particular cepa del hongo. De inmediato comenzó a usarse en programas de mejoramiento para obtener variedades resistentes al tizón tardío.”

Aunque S. demissum comúnmente crece en estado silvestre y no tiene gran utilidad alimentaria, el hallazgo puso en evidencia el verdadero potencial que la diversidad genética de los llamados parientes silvestres de los cultivos (los cuales incluyen tanto a sus antepasados como a especies vinculadas con ellos) tiene para la agricultura mundial. Algunos son los antecesores de las plantas agrícolas, sin embargo, a diferencia de los cultivos modernos, han sobrevivido por sí mismos al ambiente, sujetos a la selección natural. De ahí que posean una rica diversidad genética que sería imposible conseguir en las variedades creadas por el hombre. Cuando, por ejemplo, hay sequía, nosotros regamos la planta; si las silvestres no lograran resistir, morirían, reproduciéndose sólo las más fuertes. Aunque a simple vista puedan parecer plantas sin valor nutricional, iguales o inferiores a nuestras especies domesticadas, la verdad es que tienen una enorme riqueza escondida en sus genomas. Hoy, gracias al uso de la información resguardada en el ADN de estas variedades, hemos mejorado la resistencia a ciertos patógenos de las especies agrícolas: además del tizón de la papa, en los años 60 los parientes silvestres de cultivos ayudaron a salvar al trigo del ataque de la mosca Mayetiola destructor, y en 1970 se encontraron arroces tradicionales resistentes al tungro, una de las enfermedades víricas del arroz más extendidas en el sureste asiático. En el caso de la roya negra Ug99, tras más de una década de investigación, los científicos encontraron dos genes, SR33 y SR35, que le dan al trigo resistencias contra la infección. Se localizaron en 2013 en el genoma de un par de especies primitivas de cereal: Triticum monococcum y Aegilops tauschii.

En los parientes silvestres, principalmente en aquellas plantas que son los ‘ancestros de nuestros cultivos’ (como el fruto del Malus sieversii, en el caso de la manzana, o el teocintle en el del maíz), no sólo se han encontrado defensas contra patógenos, también se han aprovechado sus genes para aumentar el valor nutricional (vitaminas, proteínas y minerales) de especies como maíz, trigo, arroz, frijol, entre otras. No obstante, lo que en estos momentos resulta más atractivo es que en ellos podría esconderse la llave que permita adaptar la agricultura mundial al cambio climático, por ejemplo mejorando la resistencia a la sequía o al aumento de temperaturas de cultivos como el trigo, cuya producción mundial, según David Lobell, de la Universidad de Stanford, ya se ha visto mermada en 5.5% debido al cambio climático. Se espera que en los próximos 10 o 20 años los rendimientos se reduzcan a la mitad. De acuerdo con este autor, Iowa y el resto de los estados que conforman el ‘cinturón maicero’ de Estados Unidos han tenido suerte hasta ahora, pero no se salvarán. Al igual que ocurre en Europa, severas sequías amenazarán la producción.

En la batalla por la supervivencia y la adaptación de nuestras fuentes de alimento, estos recursos genéticos, tanto de las variedades cultivadas localmente por pequeños productores, como de los parientes silvestres, son nuestra principal arma. “Representan una riqueza valiosísima para poder hacer frente a los posibles retos de producción agrícola del futuro”, destaca Caroline Burgeff. Por su parte, Alicia Mastretta, doctora por la Universidad de East Anglia, Inglaterra, e investigadora de Conabio, concuerda: “Puedes aprovechar toda esta diversidad que contienen para mejorar las especies domesticadas, y eso es inigualable. No existe tecnología en el mundo que pueda equiparar ese potencial”. Es por ello que, de acuerdo con la FAO, son fundamentales para la seguridad alimentaria. Hay quienes incluso afirman que la supervivenciade la raza humana está asociada directa e indirectamente con su preservación. Sin embargo, como dijimos, al igual que el resto de la biodiversidad del planeta, los cultivos silvestres están en peligro. Muchas especies desaparecen y con ellas la oportunidad de aprovechar sus recursos genéticos.

A la caza

Ante la importancia de conocer en qué medida estos recursos fitogenéticos se encuentran amenazados, Nora Castañeda y Colin Khoury, en coordinación con otros expertos, realizaron el primer estudio mundial sobre la distribución y conservación de más de 29 tipos de cultivos principales y 107,681 parientes silvestres: “Se trata de un atlas de aquellas plantas que más se necesita resguardar y la información sobre dónde se encuentran”.

De acuerdo con sus resultados, alrededor de 70% de las plantas silvestres que serán la base del suministro mundial de alimentos están en riesgo y deben ser salvaguardadas cuanto antes. Ejemplo de esto son cultivos como el plátano, la yuca, el trigo, el sorgo, la piña, la espinaca y la zanahoria.

Frente a ello los investigadores recomiendan buscar a los parientes de estos alimentos en los centros de origen de los cultivos, las zonas geográficas donde fueron domesticados, como el Mediterráneo, Oriente, Asia, Europa del sur y América.

También hay grandes vacíos. Según el estudio, actualmente no se cuenta con muestras en los bancos genéticos de 29% de las plantas, es decir, de unas 313 especies. Por su parte, de unas 257, existen menos de 10 muestras. De mantenerse así, nos quedaremos sin una importante cantidad de datos y recursos.

Como menciona la investigadora Alicia Mastretta, quien se especializa en la conservación y manejo de la diversidad genética de plantas domesticadas en México, “el peligro de la pérdida de la diversidad genética dentro de una especie es que no se nota, no lo ves, hasta que no haces estudios genéticos. Y es que las plantas, aunque se vean iguales y sean de la misma raza, por el simple hecho de que crezcan en condiciones ligeramente diferentes y que no estén en contacto unas con otras, hace que la selección natural sea diferente”.

Si bien hoy, gracias al avance de las técnicas para rastrear el genoma podemos explorarlo a profundidad, se debe priorizar la conservación de algunas especies debido a la enorme dimensión de esta tarea. En otras palabras, no todos los alimentos pueden ser salvados... aun cuando quizá entre los caídos se pierdan los genes que en un futuro permitirían combatir a la próxima gran plaga. Como menciona Castañeda: “[Estamos] en una carrera contra el tiempo para colectar y conservar muchas de las especies vegetales más importantes para la seguridad alimentaria futura”. Esto implica la cuestión ¿qué salvar?, ¿qué dejar? Dada la rapidez con que las especies y variedades se extinguen y la enorme diversidad que hay para escoger, resulta complicado decidir si estamos dispuestos a perder algo.

De vuelta al origen

Perder esta diversidad, tanto los parientes silvestres de cultivos como las variedades agrícolas, significa mucho más que el hecho de que no estén disponibles para las siguientes generaciones; se trata de un ‘balazo en el pie’ a nuestro futuro.

Para protegerla, se han instaurado las llamadas ‘Arcas de Noé’, bancos de cultivos en todo el mundo que resguardan el material genético para la posteridad. Una de las más importantes es la Bóveda Global de Semillas de Svalbard, ubicada en una isla remota en el océano Glacial Ártico, que almacena millones de variedades (México, a través del Centro Internacional de Mejoramiento de Maíz y Trigo, CIMMYT, recién envió un cargamento de semillas); a algunos les gusta verla como una ‘copia de seguridad’ de nuestra comida.

También se ha regulado la cooperación entre naciones a través de acuerdos como el Tratado Internacional sobre los Recursos Fitogenéticos para la Alimentación y la Agricultura, por medio del cual más de 100 países se comprometieron a compartir sus recursos genéticos a fin de que sean usados de modo equitativo y justo en pos de la seguridad alimentaria conjunta. En este sentido, uno de los programas actuales más trascendentes es el proyecto “Adaptación de la agricultura al cambio climático: captación, protección y preparación de parientes silvestres de cultivos”, el cual se puso en marcha en 2011 y es gestionado por la fundación Global Crop Diversity Trust, con sede en Bonn, Alemania, y el Real Jardín Botánico de Kew, en Reino Unido. Su objetivo, explican en su sitio web, es estrechar lazos entre los bancos de genes de todo el mundo y los programas de mejoramiento de cultivos.

“La pregunta es: toda esa diversidad genética, ¿dónde la tienes? Si la tienes in situ, es decir, en el lugar donde la encontraste, o en los bancos de semillas”, cuestiona Eduardo Benítez. “Es una discusión de carácter estratégico operativo. Si la tienes en los bancos almacenada te va a durar cientos, miles de años gracias a las tecnologías actuales. Pero entonces son materiales que no están expuestos al clima y a la selección natural, con lo que desechas la posibilidad de que vayan evolucionando y adaptándose al ambiente”, expresa el también ingeniero climático.

Históricamente han sido los pequeños productores quienes favorecen la biodiversidad genética y quienes la han estado cuidando y preservando. Por ello cada vez son más los programas que los consideran protagonistas esenciales para lograr la sostenibilidad alimentaria y la conservación de los recursos. Esta propuesta es apoyada por gente de la talla del genetista líder en India de la Revolución Verde, M. S. Swaminathan: “Durante mucho tiempo las familias tribales y rurales han conservado los recursos genéticos para el bien público, asumiendo el costo a nivel personal. Es hora de reconocer la importancia de promover el valor de la conservación de la diversidad genética, empezando por la conservación in situ de razas nativas en manos de las comunidades”.

Curiosamente, todo indica que el camino para que nuestra agricultura supere los retos futuros será, al igual que está pasando con nuestros cultivos que vuelven la mirada a sus orígenes, regresar a donde todo inició: los pequeños productores, los campesinos. De acuerdo con un reporte de la FAO, son ellos quienes producen alrededor de 80% del valor de los alimentos, y a nivel mundial ocupan entre 70 y 80% de la superficie agrícola. En México los pequeños productores cosechan un alto porcentaje de los alimentos que consumimos. El objetivo es centrar la atención, recursos e investigación en apoyarlos. Que agricultores, científicos y políticos trabajen en pos de mejorar la calidad de los alimentos y conservar las variedades nativas y silvestres para afrontar los retos de la sobrepoblación, el cambio climático y la contaminación. En el CIMMYT, por ejemplo, desde hace algunos años se han implementado programas de mejoramiento participativo con el fin de proteger la diversidad genética. Se integra trabajar e interactuar con los agricultores, seleccionar juntos la semilla y mejorar sus cultivos a partir de prácticas adecuadas de mejoramiento genético en las comunidades, a las cuales se les ayuda a adaptar sus sistemas agrícolas y plantaciones a las condiciones específicas de su terreno.

Otra iniciativa es la que Conabio impulsa en el marco de la 13ª Conferencia de las Partes del Convenio sobre la Diversidad Biológica –COP13, que tendrá lugar en diciembre de este año en nuestro país–. Su finalidad es ayudar a los pequeños productores a mantener y planear la gestión de sus recursos biológicos.

Pero para nutrir el mundo en el futuro no se puede excluir a los grandes productores de la alimentación actual. No obstante, “tenemos que regularlos, hacerlos sustentables. No podemos sacarlos de la jugada. Campesinos y grandes industrias se requieren mutuamente. En ciertos lugares puede funcionar el sistema de producción a gran escala, lo que no funcionará es que se trate de implementar exactamente el mismo sistema ni los mismos cultivos y recursos genéticos en todas partes”, afirma Alicia Mastretta. “Necesitamos adaptaciones específicas para afrontar problemas específicos. El principal problema será ir en contra del mercado, que tiende a homogeneizar simplemente porque es más fácil para el proceso productivo. Pero, creo que es mucho más sencillo volver a la biodiversidad.” Después de todo, concluye, los parientes silvestres demuestran que las soluciones a muchos de nuestros problemas ya las inventó la naturaleza, y funcionan.

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Clima en contra

El cambio climático aporta una dificultad extra para lograr la seguridad alimentaria futura. La Cumbre Mundial del Clima celebrada en diciembre pasado en París, Francia, reunió a 195 países que acordaron cómo combatir los efectos del cambio climático. También se concertó mantener la temperatura global muy por debajo de los dos grados. No obstante, un aumento de 2˚C tiene la posibilidad de afectar la productividad agrícola mundial, particularmente en los trópicos. En el caso del trigo, en 2014 se alertó en la revista Nature Climate Change que la producción mundial se vería reducida en 6% por cada grado que la temperatura aumente. Desde 1990 se produce menos trigo en el mundo, y para 2050 disminuirá 60% la producción mundial a causa del aumento de la temperatura. Las previsiones no son muy diferentes para el resto de los cultivos.

En marzo pasado el gobierno de Nicaragua alertó sobre los problemas generados por el cambio climático en su producción agrícola. El adelanto o retraso de las floraciones afectó los cultivos de frutas, hortalizas y granos. En India la producción de granada pasa por momentos difíciles debido a la intensa sequía que azota a la región, “la peor en 30 años”, dicen los lugareños.

En El Salvador, el fenómeno de El Niño provocó sequías e inundaciones en todo el país arruinando los cultivos. En estos lugares el aumento generalizado de las plagas agrícolas así como la resistencia a los plaguicidas ha aumentado. “La sequía ha afectado a las plantas con virosis, y cuando ha llovido mucho han sido afectadas por hongo”, dijo a un diario local Luis Treminio, presidente de la Cámara Salvadoreña de Pequeños y Medianos Productores.

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Nace una industria

No es la primera vez que el mundo se enfrenta al reto de alimentar en poco tiempo a una creciente población. A mediados del siglo XX la Segunda Guerra Mundial trajo una escasez generalizada de alimentos. En China, la hambruna provocada por el ‘Gran Salto Adelante’, el programa del líder comunista Mao Zedong que llevó a cabo entre 1958 y 1961, causó la muerte por desnutrición a más de 23 millones de personas; India, por su parte, estaba a punto de perder su suficiencia alimentaria; su población había afrontado unas 25 hambrunas desde finales del siglo XIX y todo indicaba que la situación se agravaría antes de mejorar. Había que hacer algo y rápido.

La solución para evitar la gran crisis alimentaria jurada para Asia fue la llamada Revolución Verde. Impulsada por el agrónomo estadounidense Norman E. Borlaug (1914-2009), consistió en la introducción de variedades de semillas mejoradas para incrementar la productividad agrícola. Los cultivos híbridos se ‘adaptaban’ a cualquier tipo de clima aumentando los rendimientos agrícolas de manera espectacular. Su aporte ‘salvó más de 1,000 millones de vidas’, por lo que recibió el Premio Nobel de la Paz en 1970.

La Revolución Verde dio un giro de 180 grados al modo como se producían alimentos en el mundo entero y moldeó a la industria alimenticia como la conocemos. La agricultura, que durante miles de años había permanecido casi estática, en poco tiempo se industrializó e incorporó a su proceso nuevas tecnologías, permitiendo así generar alimentos en abundancia para abastecer a la creciente población mundial. Para el año 2000 la expansión de superficie cultivada había pasado de 80 millones de hectáreas a unas 270 millones en el planeta. Este aceleramiento tuvo sus claroscuros. Para asegurar las cantidades de producción que satisficieran al mercado se aplicaron sistemas de agricultura intensiva y monocultivo, así como el uso masivo de fertilizantes químicos, herbicidas y pesticidas, los cuales tuvieron graves repercusiones sobre los ecosistemas, principalmente la desertificación de los suelos, el empobrecimiento de la fauna y flora local, y la contaminación de los recursos hídricos.

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Comida sucia

Lagricultura es una de las principales responsables en la emisión de gases de efecto invernadero. “Muchos elementos de contaminación de las actividades humanas se concentran tan sólo en la agricultura”, asegura Sandra Lazo, activista de la organización ambientalista Greenpeace México. Lazo es representante de la campaña “Comida sana, Tierra sana”, que promueve el consumo de alimentos producidos por métodos ecológicos; es decir, que no dañen los suelos ni causen impactos en el ambiente, que conlleven un comercio justo y una retribución justa para quienes los producen. Este esquema sería lo opuesto a lo que actualmente representa la industria alimentaria que, de acuerdo con Lazo, “es unmodelo roto. No es sostenible. No da la solución. Un tercio de los alimentos que se producen se tiran y al mismo tiempo cerca de mil millones de personas pasan hambre todos los días en el mundo”.

Una de las consecuencias más alarmantes de la actividad agrícola industrial es la aparición de las conocidas ‘zonas muertas’ en los océanos: masas de agua donde el exceso de nutrientes derivado de la agricultura elimina el oxígeno (hipoxia) e impide la vida. La del Golfo de México, una de las más grandes del mundo, está vinculada al Corn Belt o Cinturón Maicero en el medio oeste de EUA, donde se ubica lamayor cantidad de cultivos de ese país. Irónicamente, muchas zonas muertas se encuentran donde antes había grandes pesquerías. “Al utilizar este método de producción agrícola terminamos afectando otras fuentes de producción de alimento”, apunta Alicia Mastretta, de Conabio.

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Un alimento a la vez

Anivel mundial diversos proyectos buscan evitar la erosión genética de nuestros recursos fitogenéticos. La organización internacional Slow Food trabaja en pro de la defensa de la biodiversidad al salvaguardar la variedad de productos nativos. “Al fomentar el consumo de alimentos tradicionales podemos reducir el riesgo de pérdida de especies”, asegura Alfonso Rocha, consejero internacional de Slow Food México y Centroamérica. Su principal herramienta es el ‘Arca del gusto’, un catálogo de variedades tradicionales en potencial peligro de extinción. “Cualquiera puede promocionar un alimento que se esté perdiendo en su comunidad o región, ya sea que se extinga la variedad de la especie, o porque su uso y consumo quede en el olvido”, dice Rocha.

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Maíces nativos

Uno de los proyectos más importantes en nuestro país que buscó preservar la variabilidad genética de los parientes silvestres fue el Proyecto Global de Maíces Nativos. El maíz fue domesticado hace 10,000 años en Mesoamérica a partir del teocintle, por lo que este proyecto a gran escala, en el que participaron casi 300 investigadores de 79 instituciones académicas, tuvo como objetivo recopilar, generar y actualizar la información acerca de la diversidad genética de las 64 razas de maíces mexicanos y sus parientes silvestres. Fue liderado por Conabio, el Instituto Nacional de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias (INIFAP) y el Instituto Nacional de Ecología (INE).

Texto de Sarai J. Rangel publicado en "MuyInteresante", Estados Unidos, edicíón en español, mayo  2016,  ano XXIII,n.5 pp. 44-55. Adaptación y ilustración para publicación en ese sitio por Leopoldo Costa.

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